Juntos, pero no revueltos

Por Nevenka Campodonico

Cuando decidí ser mamá, elegí el camino menos transitado, y lo hice con la intención de dar lo mejor de mí y tomar decisiones de manera consciente. Una de las primeras decisiones que tomé fue la de no enseñarle a mi hijo a hablar, sino a darle la oportunidad de encontrar sus propias palabras, y fue delicioso. Para él, los perros no decían “guau guau”. Fue inspirador verlo replicar sonidos y elegir naturalmente cómo comunicarse.

Cuando fue creciendo y empezó a pintar y dibujar, hice un esfuerzo por no dibujarle yo nada y dejar que haga garabatos a su manera, en vez de tratar de copiar alguno mío. Opté por dejar fluir su creatividad. Fue el segundo paso en la dirección a la que quería ir.

Cuando tocaba empezar a buscar un colegio, tenía claro que quería tomar la mayor distancia posible del modelo tradicional de educación que tuvo mi generación, en el que todos dibujamos la misma casita con techo rojo de dos aguas, nubes esponjosas y árboles con manzanas en el jardín. Algo que jamás habíamos visto en una ciudad de techos planos, en la que nunca llueve (¡yo conocí las nubes recién a los 9 años!). Nunca tuve un árbol con manzanas en el jardín. Nunca dibujé una casa. Seguí un patrón.

Aprendí a dibujar lo que dibujaban los demás, lo que esperaban que dibujara. La imagen que para todos representaba una casa. Y no estaba mal; es solo que no era mía. Era una imagen repetida, con pequeñas variantes. Incluso hoy, si busco online: “dibujo casa niños primaria”, puedo ver varias versiones de aquellas casitas de mis recuerdos. Todas con techos rojos y nubes esponjosas.

Pero para mi hijo quería una experiencia diferente. Quería que él pudiera aportar y plasmar su propia visión, su experiencia, y desarrollar sus talentos. Que tuviera la oportunidad de conocerse y descubrirlos, desde el principio. Por eso, cuando le tocó dibujar una casa, esto fue lo que hizo. Y era suya.

No era una vista irreal y externa como las de mi infancia. Era un retrato de su realidad, por dentro. Era su propia manera de separar dos pisos dentro de una sola estructura y agrupar en cada uno a las personas que los habitaban, incluyendo un perro al que era necesario hacer peludo a su manera. Eran los dos espacios donde vive su familia. Su visión. Su experiencia en la pandemia. Este dibujo da pie a muchas historias y muchos recuerdos. Para mí, fue una confirmación visual de mi intención para su libertad, y así se ganó un lugar en nuestra pared.

Finalmente, encontré en Tinkuy el espacio que ofrecía esas oportunidades; pero no todo es miel sobre hojuelas. Me fui dando cuenta de cómo mi propia experiencia educativa me iba metiendo cabe en la ruta. Me descubrí a mí misma boicoteando los principios que había defendido con tanta voluntad.

En la pandemia, acompañarlo había sido fácil y lindo. Verlo trabajar en casa me encantaba. Escuchar las conversaciones socráticas que el grupo tenía con sus guías era interesante y con frecuencia divertido. Pero a la distancia, me doy cuenta de que era fácil porque en casa yo estaba al tanto de lo que hacía, y cuando se distraía, yo le recordaba o me sentaba con él y lo acompañaba a trabajar. Y confieso que lo disfruté tanto, que cuando todo terminó, lo extrañé. Me encantaba verlo crecer y aprender; celebrar las primeras palabras que pudo leer o escribir; verlo disfrutar al hacer cálculos todo el tiempo y retarse a sí mismo a usar números cada vez más grandes. Estaba feliz y confiaba en sus habilidades y en el ritmo que llevaba. No me daba cuenta de que parte de esa tranquilidad estaba ligada al control.

Cuando por fin pudieron volver a verse y tocarse, la celebración fue mayúscula. Por fin podían retomar la infancia en tribu, con las innumerables bendiciones que eso conlleva. Y mientras él disfrutaba poder estar con sus amigos y dar rienda suelta al juego físico, yo empecé a preocuparme. Mi hijo no se enfocaba en trabajar, cuando en mi mente “debía” ser divertidísimo aprender y retarse a sí mismo en un ambiente con tanta libertad.

Me angustiaba que no mostrara interés en leer. Y en vez de celebrar su curiosidad y profundidad en las preguntas que hacía cuando yo le leía, o sus conjeturas y deducciones tan personales; le reclamaba que me pida leerle, cuando él ya sabía leer. Tampoco quería escribir, y cuando lo hacía, en vez de valorar su esfuerzo en desarrollar una historia, observar la manera peculiar y divertida de contarla, descubrir su propio estilo —que me encanta además—, lo que le hacía era recordarle que necesita separar las palabras y que ponga más atención porque le faltan algunas letras que se había comido por ahí. De pronto, ya no era divertido y empezaba a frustrarme sentir que necesitaba recordarle a diario completar algún trabajo, tomarse el tiempo para pensar en sus metas y reportar sus avances. 

La ruta que elegimos como familia no es siempre fácil de navegar, porque implica un salto de fe para el cual nuestra propia experiencia educativa no nos ha equipado. Es por eso que a veces me pregunto si mi hijo podrá realmente esforzarse en dar su mejor esfuerzo, cuando es más fácil y más divertido jugar con los amigos; o si estoy cargando en él demasiada responsabilidad sobre su propia educación desde tan pequeño.

Y entonces, me conecto con las demás familias en la comunidad y agradezco la generosidad y transparencia con que nos acompañamos en el camino, porque me ayuda a elevar la mirada, a tomar perspectiva, a notar y celebrar los retos alcanzados y a darme cuenta de que mis preocupaciones no son más que yo misma poniéndole cabe a mis decisiones más conscientes. Me recuerdo, una vez más, que la opción educativa por la que aposté no es un colegio al que yo llevo a mi hijo, asumo que le enseñarán lo que necesite saber y yo observo y aplaudo desde el palco. Aquí los dos nos remangamos y trabajamos parejo; pero cada uno en su propia ruta. Juntos, pero no revueltos.

A veces pareciera que él va aprendiendo y yo esforzándome por desaprender. Tinkuy ha puesto al alcance de las familias distintos recursos para equiparnos y facilitar el acompañamiento que hacemos de nuestros Pumas. A través de retos y badges, encontramos herramientas para despejar las dudas y empezamos a esbozar un balance entre cuánto nos involucramos y cuánto soltamos. Y es distinto para cada familia.

Cada vez que desacelero para revisar los materiales, artículos, estudios que han sido curados con tanto cuidado y excelencia, respiro con calma porque me ayudan a pisar tierra. Y entonces vuelvo a confiar, a disfrutar, y sobre todo, a enfocarme en el gran crecimiento que estamos teniendo ambos en este proceso de abrazar la vida. Y así seguimos navegando, en autenticidad y libertad; él fluyendo y yo aprendiendo a fluir.

En un mundo donde la inteligencia artificial está llenando espacios cada vez más (aparentemente) humanos, me encanta que mi hijo esté desarrollando su propia voz, su manera única de ver el mundo. Yo también creo que todos los niños tienen el potencial para cambiar el mundo con esas cualidades que los hacen únicos y que aportan valor y profundidad.